Demasiado tarde para vivir, muy temprano para morir. A veces me pasa eso, siento que el tiempo pasa y a la vez se queda, se mofa de mis intentos de vida, parodia mis sentimientos.
Cada detalle ínfimo es bizarramente grande. Todo es un absurdo importante que recae en manos de ociosos con ganas de pulir sus halos de cobre. Quizás soy uno de ellos.
Hoy, 33, mañana, 34 y todo parece detenerse en un punto: ayer, pero la vejez progresa sin entendimientos hacia lo inevitable: la negrura absoluta, la broma de quienes guían corderos o el descalabro de los mismos al contemplar el valle que Dios prometió.
Tengo miedo. No sé lo que es el futuro y por lo mismo me predispongo a inventarme uno con las entrañas, pero siempre regreso al punto donde la negrura, el silencio hacen su casa.
No hay momentos de gloria, sólo instantes de felicidad. Pero de qué te sirve un instante cuando llega el final del día y todo tu cuerpo estalla en múltiples dolores, en el resquebrejamiento del ser que sigue articulando la misma frase: mañana, mañana, mañana... ¿y yo? ¡Dios! ¿Dónde estaré?
Sólo queda esperar como siempre, como cada noche, cada hilada del entendimiento y sentir como se desprende el alma del conjunto que llamamos vida.
Hoy tardaré en dormir, pero ya estoy acostumbrado.
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