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lunes, 22 de julio de 2013




©Ilustración de Coffeshere


Ok, ok, ok, ok, para aquellos que en un futuro lean esto, y antes de que erijan una estatua en mi honor, habré de presentarme: Mi nombre es Sergio, ¡y soy a to’o dar! Y por cierto, para que quede anotado en los anales de la historia (y aunque muchos no lo crean), yo sí estudié… más a fuerzas que por ganas, pero lo hice.
Y como no quiero que Bástian se agüite, seguiremos su ejemplo: comenzaremos por la primaria, aunque a mí en verdad lo que me emociona recordar de mi niñez era ir al pueblo de mis papás, donde vivía mi abuelita. ¡Eso sí era vida! Nomas llegar me recibía con abrazos, con besos, con gorditas de masa, con una alegría que sólo les he visto a mi papás cuando solía ausentarme algunos días de la casa. ¿A qué se deberá? Algún día les preguntaré.
En fin. Pues como el tiempo va de aquí pa’llá y no de allá pa’cá, empecemos desde el primer día de clases, cuando me encontraba con mi madre en la sala de la casa, listos para ir a la escuela… bueno, listos a medias, porque ella me esperaba parada frente a mí mientras que yo me sujetaba como con pinzas hidráulicas a la columna de cemento que sirve para dividir la cocina de la sala.
— ¡Sergio, ya vámonos! —me gritaba mi madre después de varios intentos previos, donde usó la paciencia como por espacio de media hora, para que me despegara del poste. Ya se había desesperado un poco porque faltaban 10 minutos para entrar a clases. Lo que me sigue sorprendiendo es la capacidad de ella para comprenderme, mira que despertarme como con una hora y media de anticipación. Eso habla de lo bien que me conoce.
— ¡No, no, no, no, no! —Gritaba con la firme convicción que, desde el centro de mi corazón y de mi panza y de mis pulmones, estaba defendiendo mis derechos.
—Sergio, ya es tarde, ya suéltate y vámonos porque nos van a cerrar las puertas.
—No le hace que las cierren, no me preocupa. Si quieres ve tú, aquí te espero.
Ella nomás frunció la boca, lo cual era mala señal ya que su paciencia estaba al borde. Hoy que recapitulo mi vida, creo que esa era la mueca que más me mostró. Con mi hermanito siempre fue mucho más tolerante… a lo mejor porque era menos inquieto que yo. En fin, así es la vida.
Regresando a la sala, y para ampliar mi defensa, diré que los antecedentes que me contaban los chicos más grandes del barrio no dejaban bien parada a la escuela; decían que las maestras eran horribles, que los salones eran horribles, que las tareas eran horribles. En conclusión, que la escuela era horrible. Entonces era mi responsabilidad salvaguardarme de tan horrible destino, por eso aguanté lo más que pude esa mañana. Le dije a mi mamá mis motivos para no ir a ese lugar de tortura y sufrimiento, pero nada funcionó, por lo que, como último recurso, me abracé del poste. Mi objetivo casi se cumplía, sólo tenía que aguantar unos 10 minutos más y todo se habría consumado, la escuela cerraría sus puertas y yo me habría liberado de tan aterrador lugar… al menos por ese día, para el siguiente ya se me ocurriría una táctica diferente.
—Sergio —me miró y respiró profundamente—, si no llegamos a tiempo te voy a castigar tus juguetes —como respuesta levanté mis hombros y fingí que no me afectaba—, no te voy a dejar ver televisión en todo el día —nuevamente levanté los hombros—, te voy a castigar todo el día mirando a la pared —no pude evitar un sonidito burlón, estaba a punto de perder sus recursos. Cuando ya no podía más siempre me amenazaba con ponerme a la pared, pero con algunos años de práctica logré mantener mi mente en un estado de tranquilidad interna mientras que mi cuerpo astral se desprendía y lograba viajar a mundos fantásticos e inimaginables; en otras palabras, conseguí quedarme dormido sin caerme de la silla. Mi objetivo estaba por cumplirse, pero no contaba con una última estrategia, creo que la mantenía bajo llave en lo más oscuro de su corazón—. Sergio, si no te sueltas, no habrá postre para ti esta noche.
Fue como si me sumergieran a una alberca llena de agua fría a la que le pusieron cubitos de hielo en medio del polo norte. Abrí mis ojos lo más que pude sintiendo que el control abandonaba mi cuerpo y mis manos aflojaban su fuerza de sujeción. Eso del postre era algo nuevo. ¿Qué madre en su sano juicio amenazaba a su hijo con dejarlo sin postre? La balanza natural comenzó a cambiar su sentido.
“¿A poco sí se atreverá a castigarme así? —pensé—. Jamás lo ha hecho. Puedo soportar todo lo que me haga, pero dejarme sin postre son palabras mayores. Se me hace que los delincuentes se hacen malos por esas cosas. ¿Qué hago? ¿Sigo peleando hasta que la vida abandone mi cuerpo o dejo que la maldad triunfe sobre el bien? ¿Qué hará de postre? Si hace dulce de guayaba creo que lo podré soportar, casi no me gusta, pero si hace flan con azúcar quemada, o arroz con leche, o pan con cajeta y mermelada… le voy a preguntar y así lo pensaré mejor”.
Pero ni chance hubo de voltearme cuando escuché que el aire zumbaba con una terrible fuerza, y por primera vez en mi vida (ya que vendrían algunas más) el cinturón de mi padre se estrelló en mis pobres nalguitas. Dejé que un grito de dolor hablara por mí mientras que mis manos luchaban para aminorar el ardor y mi cuerpo se retorcía violentamente en el suelo. Sí, lo confieso: exageré un poco.
—Ya ves, ya se soltó —dijo mi padre mientras se ajustaba esa arma de destrucción masiva con la que me había vencido. Mi madre resopló desaprobando tal acción, pero creo que aprendió, para mi mala suerte, que era una estrategia muy efectiva en cuestiones de obediencia; sólo necesitaba mostrarme un cinturón para que yo hiciera lo que me ordenaba.
—¡Vámonos ya!
Tomó mi mano y salimos a la calle sin que a ella le importara que todo el mundo viera a su hijo en tan pobre y lastimosa situación. Yo, para tratar de aminorar aquella terrible humillación, limpié mi rostro con la manga de mi suéter mientras hacía acopio de toda mi fuerza de voluntad repitiéndome una y otra vez: 
“No me duele, no me duele, no me duele…”
Pero ¿qué tan grande puede ser la fuerza de voluntad de un niño? No dimos ni diez pasos cuando me empecé a sobar mis nalgas nuevamente.
“¡Sí me duele, sí me duele, sí me duele y duele re-feo!”.


¡Próximamente!



—¿Mi nombre?
—Sí, quisiera saber tu nombre.
—¿No sabes mi nombre?
—No, y me gustaría mucho saber cómo te llamas —in-sistí amablemente, cosa rara en mí.
—¿No le has preguntado a nadie? —su voz tenía un dejo de incredulidad.
—No, es que me gustaría que fueras tú quien me lo dijera —agaché la vista acongojado.
Por unos segundos quedamos en silencio. Sus ojos grandes me miraban fijamente, sus labios parecían estar a punto de brotar en una sonrisa cuando por fin habló:
—Areli, mi nombre es Areli.
—Areli… que nombre tan bonito, hace juego.
—¿Hace juego? ¿Con qué?
Súbitamente el mundo a nuestro alrededor comenzó a evaporarse; sólo estábamos ella y sus ojos; yo y mi cuerpecito, el cual estaba a punto de derrumbarse en múltiples estremecimientos.
—Con una chica tan bonita.
Y el mundo por fin desapareció; no había ruidos, ni colores, ni tierra, ni cielo, ni casas, ni nada. Únicamente existíamos ella y yo.

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