Chatea con el autor

jueves, 31 de diciembre de 2009

Siempre seremos amigos - Capítulo 2 - Jandy, la valiente






Capítulo 2

La primaria no me gustó como hubiera querido ya que, debido a mi timidez, algunos chicos sacaban partido de mi persona.

En una ocasión estaba sentado en un banco del patio a la hora del recreo y noté cómo un grupo de 3 niños se aproximaban hacia mí. Sentí desconfianza, la cual comenzó a desaparecer al ver que dos de ellos se detuvieron y sólo uno se aproximaba.

— ¿Qué traes allí? —Me preguntó el niño, de tez blanca y regordete, señalando la torta que me disponía a comer. Lucía algo mayor que sus acompañantes.

—Mi lonche —le contesté.

—Eres nuevo, ¿verdad?

—No sé —realmente no sabía a qué se refería con esa pregunta; ya tenía seis años y, en mi nervioso razonamiento, un niño nuevo tendría que ser un recién nacido. Al escuchar mi respuesta los tres niños se carcajearon y comenzaron a insultarme.

—Es un tonto —dijo uno de ellos, quien era de baja estatura, delgado y de cabello oscuro.

—No merece tener un lonche —repuso el primero que se me acercó quien, al parecer, era el líder.

— ¡Sí, quítaselo! —Exclamó el tercero, un chico pelirrojo, más bien delgado, chaparro y pecoso.

Al escuchar esas palabras, me levanté de un salto y les di a los tres una buena tunda... bueno, lo que realmente pasó es que me dio pánico y no supe qué hacer, por lo que sólo atiné a darles mi comida y, mientras los tres malandrines se retiraban cantando su victoria, yo me quedé sollozando mi derrota. Digo, es mejor quedarte sin lonche a quedarte sin dientes, ¿verdad?

Imaginen la escena: en pleno mes de octubre, en el patio de la escuela, un niño sentado en una banca de cemento, con la cabeza sostenida entre los brazos cruzados y, a su alrededor, una multitud de chiquillos jugando todo tipo de aventuras y ni uno que le haga caso, nadie a quien contar sus penas. Y para terminar, el viento frío que soplaba con fuerza como queriendo llevarse los sufrimientos que le afligían al pobre Sebastián, logrando únicamente que esa sensación de despojo se incrementara.

Al día siguiente aconteció lo mismo y así sucesivamente hasta que en una ocasión, Jandy, a quien no quería ver porque me daba vergüenza admitir lo que ésos me hacían, atinó a mirar lo que estaba pasando y, cuando los tres abusadores se marcharon, ella se acercó y se sentó a mi lado.

— ¿Qué te pasa, Bástian? —preguntó.

—No, nada —le mentí mirando al piso.

—¿Cómo qué nada? acabo de ver cómo les diste comida al Rica y sus amigos —objetó señalando con el dedo a los tres niños que se alejaban al otro extremo del patio.

— ¿A quién? —Pregunté mientras volteaba a verla.

—El Rica, así le dicen; es el más grande, y los otros dos se llaman Juan y el Mike. ¿No lo sabías?

—No —respondí mientras movía la cabeza de un lado al otro.

—Esos tres son unos abusadores, van en el tercer año. Una amiga que va en segundo me dijo quiénes son y que me cuidara de ellos.

—Ah —exclamé sin ánimo.

— ¿Por qué no los acusas?

— ¿Con quién?

—Pues con tu maestra.

— ¿Para qué? — Me asusté un poco; abrí los ojos lo más que pude mientras me ladeaba hacía atrás.

—Para que te dejen en paz.

—Pues sí, pero luego me van a decir de cosas como a Rafa.

— ¿Quién es él?

—Es aquel niño que está allá —lo señalé a la distancia, era un niño de segundo que se encontraba jugando solo con una pelota; se veía triste—. Él acusó a un niño que le pegó y ahora le dicen gallina y miedoso. ¡Y yo no quiero que me digan así!

— ¿Entonces prefieres que te sigan dejando sin comer?

—Bueno, no sé —volteé al piso.

— ¿Sabes una cosa? Si yo fuera tú, ahora mismo iría con la maestra y los acusaría —dijo rotundamente.

—Pero tú eres niña y a ti no te dicen cosas.

—Pues tú sabrás, Bástian; pero si no te defiendes o haces algo, no te van a dejar en paz —aseguró.

—Bueno, a lo mejor tienes razón, voy a ver qué puedo hacer.

— ¡Eso es, yo te apoyo! —Me sonrió.

Al concluir las clases, y por el resto del día, estuve meditando acerca de lo que podía hacer para que ya no me dejaran sin comer. Fue hasta en la noche, antes de dormir, que tuve una idea: me propuse que ése sería el primero y el último día en que me robarían. “A partir de mañana eso no volverá a pasar más”, me dije. Y, con este pensamiento, dormí profundamente, ¡seguro de que había tomado la decisión correcta!

Al día siguiente, desperté con mucho ánimo y un poco de nervios.

—Hoy es el gran día —pensé—. Hoy sí voy a comerme mi lonche, ¡y nadie me lo va a impedir!

Y con esa determinación pasé la mañana en clases, esperando el timbre que anunciaba la hora del recreo.

Conforme pasaba el tiempo, comencé a sentir una diversa gama de sensaciones: primero alegría, después expectación, seguido de angustia y nerviosismo y por último, miedo absoluto.

Al fin llegó el momento. El timbre sonó y mientras todos los niños emprendieron alegremente la salida al patio a comenzar sus juegos, yo me limité a verlos salir sin moverme de mi lugar.

— ¿No vas a salir al patio, Sebastián? —Me cuestionó la maestra quien notó mi inmovilidad.

—No, es que no tengo ganas —contesté tratando de ocultar mis sentimientos.

— ¿Por qué? ¿Te sientes mal o algo así? —Me miró algo extrañada.

—No. Es que tengo frío —me froté los brazos exageradamente para mostrarle que le decía la “verdad”.

—Pero sí traes el suéter puesto. ¿Seguro que estás bien?

—Sí. En un ratito más salgo.

—Bueno. Tengo que ir al salón de juntas, espero que te portes bien ¿eh?

—Sí, maestra —le aseguré asintiendo repetidamente con la cabeza.

Dicho esto, la profesora tomó algunos libros y apuntes y, muy discretamente, también lo hizo con una maletita que siempre cargaba; era su almuerzo.

En cuanto salió del aula, respiré aliviado y me tranquilice. Saqué mi comida: un sándwich de jamón con queso, jitomate y cebolla y un jugo de mandarina; comencé a devorarlos rápidamente. Volteé hacia el patio y noté cómo el Rica y sus cuates parecían buscar a alguien. Al percatarme de eso, empecé a comer más rápido, tan rápido que ya sólo daba mordidas y tomaba un trago de la bebida para ablandar el bocado y pasarlo. Al término de un par de minutos -o menos- ya había concluido mi labor.

Anticipando que su reacción sería de enojo y que tratarían de robarme algo más, metí la mano derecha en el bolsillo del pantalón y tomé las monedas que me había dado mi mamá. Las guardé dentro de la mochila, por debajo de mis libros. Acto seguido, agarré la basura que había dejado en mi mesa de trabajo y la deposité en el cesto y muy tranquilamente me dirigí afuera del aula.

No pasó mucho tiempo para que los tres enemigos públicos número uno de mi “nación”, se presentaran frente a mí.

— ¿Dónde está mi lonche? —Me interrogó el Rica.

—Hoy no traje —le respondí gallardamente, sin desviarle la mirada.

— ¿Cómo que no trajiste? —Me preguntó amenazadoramente.

—No, no traje y ya no voy a traer —contesté manteniéndome firme en lo dicho.

—Quítale su dinero, Rica —le sugirió Mike a su jefe de banda.

—Ya oíste, menso; dame tu dinero —me extendió su diestra en espera de recibir algunas monedas.

—Tampoco traigo; no me dan —enfaticé la última frase.

—El menso se merece unos golpes —exclamó Juan.

—Aquí no podemos, tráiganselo —ordenó el Rica con un gesto.

Los otros dos obedecieron tomándome de los brazos y, contra mi total voluntad, casi me arrastraron a la parte de atrás de la primaria; un lugar algo solitario y escondido. Al llegar me soltaron y me rodearon entre los tres.

—Entonces qué le hacemos Rica. ¿Lo pateamos o lo golpeamos a puñetazos? —Inquirió, alegremente, el pequeño bribonzuelo.

—Calma, Mike; sólo le daremos un escarmiento. A la de tres le damos pamba con pica hielo. ¡Listos! Uno, dos... ¡tres!

Y aquellos montoneros se abalanzaron contra mí para perpetrar su siniestro crimen. El castigo fue terrible, ya que consiste en golpear con el nudillo del dedo medio la cabeza de la víctima en repetidas ocasiones, y ellos lo hicieron hasta que se hartaron. Pero no les di la satisfacción de verme llorar; sólo di unos cuantos gritos de dolor. Una vez que terminaron, el Rica se dirigió a mi maltrecha persona para darme una advertencia antes de irse:

—O mañana traes algo, o te va a ir igual.

Como pude, me levanté y encaminé mis pasos hacia el baño para valorar los daños. Al llegar me acerqué al espejo esperando lo peor pero, afortunadamente, sólo daba señales de haberme caído, ya que mi uniforme -que por cierto constaba de un pantalón azul marino, playera blanca y suéter rojo- estaba lleno de tierra. Después de algunos minutos, que aproveché para asearme un poco, sonó nuevamente el timbre, anunciando el momento de regresar a estudiar. Así lo hice, sólo que ahora me sentía confundido y triste.

Al término de las clases, me dirigí a casa, cabizbajo y pensativo.

— ¿Y ahora qué voy a hacer? —Meditaba—. Si esto sigue así, me voy a quedar todo fregado.

Y desgraciadamente, todo continuó igual por un par de días. Yo merendaba mi lonche en el salón y al salir al recreo, encontraba mi dosis diaria de golpes.

Fue hasta la tercera mañana que tomé nuevamente una resolución: Ya no saldría al recreo, me quedaría toda la media hora comiendo y descansando en el aula de clases y, ¿saben algo? Funcionó. Después de mi consabido lonche sacaba algún libro y lo repasaba; normalmente elegía el de lecturas, ya que tenía muchos dibujos muy bonitos, los cuales trataba de copiar en mi cuaderno; o si no, de leer un cuento o historia y, afortunadamente, la maestra ya se había acostumbrado a mi rutina y ya no me hacía preguntas.

Todo parecía que iba saliendo bien, hasta que un día al final de clases, y por tardarme en guardar mis cosas y salir al último, me encontré con el Rica.

—Miren, miren. Ya apareció el perdido. ¿Dónde estabas? — preguntó amenazante.

Yo sólo atiné a voltear el rumbo y caminar más aprisa, dirigiéndome nuevamente al interior de la escuela. Al ver esto, el bribón me persiguió.

En el interior de la escuela ya no se veía personal, sólo algunos niños preparándose para partir. Me encaminé hacia un área arbolada debido a que los salones estaban cerrados. Ya en el lugar, traté de esconderme pero el Rica de golpe frenó mi plan saliendome al paso.

—Ahora sí vas a ver —repuso dejando caer sus cosas a la tierra.

— ¿Qué quieres? —Pregunté titubeante, tratando de no manifestar miedo.

—Darte unos golpes, menso —cerró sus puños, mostrándomelos amenazante.

— ¿Por qué, qué te hice?

—Nada, solamente te dejaste hacer lo que yo quería —sonrió maliciosamente.

Al escuchar esas palabras, sentí algo extraño en mi interior que me hizo desatinar. No terminé de reflexionar en lo que estaba sucediendo, cuando sentí un fuerte empujón en el pecho, que me obligó a caer de espaldas sobre la mochila; Ricardo había comenzado su ofensiva. Al estar en el piso, él me tiró una patada golpeándome en las piernas, seguido de otras más que se encontraron con mis rodillas. Instintivamente, para evitar un mayor daño, yo tomé una posición fetal y me cubrí la cabeza con las manos. Mientras el Rica me castigaba, reía y me gritaba cosas.

— ¡Eres un miedoso, menso y tarado! ¡Siempre me han caído gordos los tontos como tú, no son más que unos cobardes inútiles!

En eso se escuchó el grito de una niña mientras algo se estrellaba contra la espalda de mi joven Némesis.

— ¡Déjalo en paz!

Era Jandy, quien lo había golpeado con su mochila.

Al oír su voz, abrí los ojos lo más que pude y volteé hacia donde se encontraban justo en el momento en que él la empujó del hombro y ella se tambaleó, dio unos pasos de lado, y cayó sobre sus rodillas. Al voltearse mi amiga, noté que una de sus piernas se había raspado. Jandy se tapó la herida con las manos y apretó los ojos, mas no dejó salir un solo quejido de su boca.

— ¡Niña metiche! ¡No te metas en lo que no te importa! ¡Tarada! —Gritó levantando sus puños por sobre de ella, amenazando un guantazo.

Al escuchar y ver lo que estaba sucediendo, sentí que mis tripas me quemaban y que el corazón ardía en mil latidos. Apreté el ceño fuertemente, me quité y tiré mi mochila y de un brinco me lancé contra mi enemigo tomándolo desprevenido. Lo tiré al suelo, él giró quedando boca arriba y sólo atinó a verme pero, por su mirada, pareció no reconocerme. Lo tomé de la camisa y comencé a golpearlo con el puño cerrado en donde podía: en el pecho, la cara, el estomago. Él no tardo mucho en reaccionar y, como pudo, me tiró un derechazo a la mandíbula, lo cual me obligó a bajarme de él, quedando recargado de espaldas en un árbol. Después, rápidamente se incorporó y me pateó el estomago. Yo me doblé del dolor. Estaba a punto de repetir su maniobra cuando, automáticamente, giré hacia mi derecha haciendo que estrellara su pie de lleno en el árbol. Al sentir el Rica el fuerte dolor, se tiró de espaldas y dio un potente y agudo grito, el cual alcanzó a ser escuchado por la directora, quien apenas salía de su oficina. Al buscar la fuente de aquel sonido vio cómo tres niños estaban, entre los árboles, todos desaliñados y pudo deducir que se trataba de una riña, a lo que rápidamente se encaminó hacia nosotros. Al ver a Jandy la ayudó a levantarse y le ordenó que se fuera a la dirección; ella, cojeando un poco, obedeció. Después se dirigió a nosotros, dos niños adoloridos y jadeantes.

— ¿Qué está pasando aquí? —Preguntó de manera enérgica.

Ninguno respondió, por lo que nos tomó a cada uno de un brazo y, casi a rastras, nos llevó hasta la dirección, dejando nuestras respectivas mochilas entre los árboles. Ya en el privado, la docente nos interrogó nuevamente acerca de lo que había sucedido. Por segunda ocasión nadie mencionó nada.

—Así que, éste es su juego ¿Eh, niños? Muy bien, ¿cómo te llamas, niña?

—Alejandra —contestó mi amiga mirando a la mujer a los ojos, con cierto temor.

—Bien, Alejandra; dame el teléfono de tus padres —ordenó a la vez que descolgaba la bocina.

— ¡No! —Interrumpí abruptamente—. Todo fue mi culpa, yo comencé con la pelea. A ella la aventamos sin querer… —mentí para no meter en problemas a Jandy, quien ya había hecho bastante con ayudarme.

— ¿Es eso cierto, Ricardo? —A Jandy y a mí nos sorprendió que llamara por su nombre a aquel niño, como sí lo conociera de hace tiempo.

—Sí —se limitó a contestar. Tenía la cabeza agachada.

—Bien —tomó un lápiz y se lo llevó al mentón—, puedes irte niña.

Desconcertada, Alejandra sólo atinó a verme. Yo agaché la cabeza mientras ella salía de aquel lugar.

—Ahora sí. Cómo no quieren decirme qué pasó realmente, tendré que llamar a sus padres, comenzando con los tuyos Ricardo.

Al decir esto, el buscapleitos que estaba a mi costado izquierdo se notó muy nervioso y, poco a poco, comenzó a confesar la verdad.

—Es que... yo... no, es que... tenía hambre y... este niño, pues... traía un lonche y...

—Se lo robaste ¿verdad? —La profesora le ayudó a terminar.

—No... bueno... sí. Pero no fue adrede —volteó a ver a la directora por unos segundos pero rápidamente volvió a desviar su mirada.

—Ya lo creo que no. ¿Cuántas peleas llevas con ésta? ¿Tres o cuatro?

El chiquillo sólo atinó a entrelazar sus manos y agachar la cabeza, encorvando el cuerpo. Al ver esto, la directora asintió y tomó el teléfono; marcó un número que tenía previamente anotado en su cuaderno. Al contestar la otra persona pude percatarme de que se trataba de los padres de Ricardo, a quienes les estaba pidiendo que se presentaran lo más pronto posible en la escuela, ya que su hijo había vuelto a pelear y que eso ya era demasiado serio.

Al terminar la llamada, Ricardo tenía los ojos llenos de lágrimas. Yo no alcanzaba a comprender qué estaba pasando. Una vez terminada su labor con el otro chico, la maestra se dirigió a mí.

—Muy bien, ¿cuál es tu nombre? —Me cuestionó mientras recargaba los brazos en su escritorio, como si quisiera memorizar mi cara.

—Sebastián —me limité a responder. Tenía la mirada expectante, fija en el teléfono.

—Bueno, dame el número de tus padres.

Al oír la orden abrí los ojos muy grandes y comencé a temblar ligeramente, pero obedecí su mandato. Después, ella se comunicó a mi casa y le pidió a mamá que pasara por mí, ya que me había visto envuelto en una pelea.

Mientras esperábamos la llegada de nuestros respectivos padres, la directora nos mandó por las mochilas, cosa que hicimos sin dirigirnos la palabra el Rica y yo.

Al regresar a la dirección, pude observar cómo un carro se estacionó frente a la escuela y de él, salió una mujer. Los alumnos del siguiente turno, ya estaban ingresando a sus clases. Ella entró abriéndose paso entre los estudiantes. La señora volteó y observó a mi compañero con una mirada fría; realmente se notaba enojada. El niño no se atrevió a subir el rostro. Al ver las reacciones de ambos, pude deducir que ella era su mamá. No me equivoqué, ya que al llegar a la oficina, la maestra comenzó a hablar con la señora y sólo le permitió la entrada a Ricardo, ordenándome esperar en la puerta. Mientras lo hacía, comencé a pensar en lo que podría estar pasando adentro y en lo que me aguardaba a mí, mas no tuve mucho tiempo de reflexionar porque, de improviso, arribó mi mamá a donde me encontraba. Volteé a verla, mas ella no dijo nada, sólo pude notar su disgusto.

Ambos guardamos silencio todo el rato que estuvimos parados ahí, hasta que salieron madre e hijo del privado. La señora iba visiblemente enojada tomando a su hijo de la muñeca; él iba llorando y jadeando, limpiándose los ojos con su empolvado brazo que, al contacto con las lágrimas, formaba un ligero lodo que lo hacía ver aún más patético.

La directora nos pidió que pasáramos. Ya adentro nos invitó a sentarnos y comenzó a explicarle a mamá lo sucedido.

—Lamento tener que molestarle, señora, pero encontré a su hijo en medio de una pelea contra el alumno que acaba de salir. Al parecer este niño le venía robando a su hijo la comida que traía para su refrigerio y Sebastián, cansado de ésta situación, se enfrentó a él.

— ¿Es verdad, Sebastián? —Me interrogó mi mamá con unos ojos que aún denotaban su enojo.

—Sí —bueno, técnicamente eso había pasado, así que mejor omití los detalles.

— ¿Cuántas veces ocurrió esto?

—Bueno,... una o dos veces —dije tímidamente.

— ¡Habla claro! —levantó un poco la voz, yo me encogí de hombros.

—Bu-bueno —tartamudeé—, fueron... dos veces —en realidad fueron más, pero ¿quién las cuenta?

— ¿Y por qué no lo denunciaste con tu maestra o con tu directora?

Me quedé callado; no sabía qué decir. Me daba pena decirle a mi madre que me había dado miedo. Afortunadamente la docente pareció entender mi situación y le dio una explicación a mamá.

—Tenga paciencia, señora; a casi cualquier edad es muy difícil para los niños admitir algo que podría traerles consecuencias con sus demás compañeros. Este tipo de situaciones son muy familiares: si el niño del que están abusando sus compañeros denuncia a quienes lo hacen, normalmente lo tachan de cobarde y hasta lo relegan. Esto se debe a que los niños de su edad son muy crueles con ellos mismos y por eso muchos prefieren guardar silencio o si no, arreglar el asunto por su cuenta, como lo hizo su hijo. Pero esto no indica que ésta sea la solución. Aquí lo que hubieras hecho —se dirigió a mí—, es haberle informado a tu maestra para que ella, en forma muy discreta —enfatizó estas últimas palabras—, se hubiera hecho cargo de la situación al comunicarme lo que te estaba sucediendo para así poder tomar cartas en el asunto.

Tal explicación pareció calmar un poco a mi mamá.

—Gracias, directora. Pero ahora, ¿qué va a pasar con mi hijo? —Yo me hacía la misma pregunta desde un buen rato atrás.

—Por ser ésta su primera falta, sólo lo vamos a amonestar ya que, aunque la pelea fue en defensa propia, no podemos permitir que suceda de nuevo. ¿Estás de acuerdo, Sebastián?

—Sí —contesté quedamente.

—Muy bien, pero te tendré que abrir un expediente.

Dicho esto, tomó una carpeta y anexó un papel, el cual ya tenía previamente sobre su escritorio. Cerró el documento y me preguntó mi nombre completo para transcribirlo en la ceja de la carpeta. Al hacerlo, me sentí mal ya que presentí que quedaría marcado de por vida, cosa que afortunadamente se me aclaró a tiempo.

—Listo, ahora vamos a hacer un trato, Sebastián: si en un año no es necesario apuntar nada más aquí —levantó la carpeta para mostrármela—, vendrás a recordármelo y yo misma destruiré este documento. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Muy bien. Pues eso es todo y si no hay más preguntas, levantamos para irnos.

—Gracias maestra —contestó mi madre al tiempo que nos dispusimos a irnos.

Ya estando afuera, le pedí a mamá que me esperara un poco. Volví a entrar al despacho cuando la directora terminaba de guardar sus cosas.

—Oiga, ¿le puedo hacer una pregunta? —le cuestioné.

—Claro —me respondió sonriendo.

— ¿Qué va a pasar con Ricardo, lo van a suspender?

Ella guardó silencio unos segundos, volteó a verme sin mostrar emoción alguna, y me contestó:

—Fue expulsado de esta primaria debido a que ésta era su tercera pelea y, además, ya se le había advertido, a él y a sus padres, lo que le pasaría si volvía a ocurrir algo semejante. Lamentablemente chicos como él no entienden fácilmente —dicho esto, continuó con su labor.

—Gracias —contesté algo desconcertado; no me esperaba tal respuesta.

Acto seguido, me retiré de la oficina para, junto con mi madre, tomar rumbo a casa.

En el camino nadie habló, mas yo estaba sumergido en mis pensamientos.

“¡Expulsaron a Ricardo! —Aún no podía asimilar la declaración que había escuchado hacía apenas unos minutos—. ¿Y ahora qué irá a pasar con el Juan y el Mike? ¿Seguirán molestándome? Espero que el Rica no vaya a querer tomar venganza contra mí porque lo corrieron. Pero lo más seguro es que lo manden a una escuela militar, como hacen en la televisión. Mamá va muy callada —la volteé a ver de reojo—. Espero que no me vaya a castigar; además no fue mi culpa. Ya lo dijo “la Dire”, yo sólo me defendí. ¿Y Jandy cómo estará? Espero que bien, a ver si no la regañan sus papás por el rasponzote que traía. Híjole, es medio brava; sin decir nada le llegó con tremendo mochilazo al Rica —sonreí al recordar aquel momento—. Mejor ya no la voy a hacer enojar; no vaya a ser que a mí también me toque y entonces ¿qué voy a hacer?”

Con ésta serie de pensamientos llegamos a nuestro hogar. Ya adentro mi mamá me miró y me preguntó:

— ¿Qué castigo te mereces, Sebastián? —Se cruzó de brazos.

— ¿Por qué? —La cuestioné algo sorprendido.

—Por haberte peleado en vez de hacer las cosas como se debe.

—Pero no fue mi culpa —me llevé ambas manos al pecho.

—Ya veremos qué dice tu padre.

Después de decir esto, me dio la espalda y se internó en la casa. Yo realmente no me preocupé demasiado porque sabía que papá me comprendería y después calmaría a mamá, por lo que el resto de la tarde la pasé muy tranquilo.

Al llegar mi padre a casa, mamá nos reunió en la mesa y le explicó todo; él sólo se limitaba a escuchar y, de vez en vez, a mirarme serenamente. Al finalizar la conversación, papá me pidió que me parara junto a él, cosa que hice inmediatamente.

—Así que te peleaste, hijo —dijo tranquilamente, tocándome el hombro.

—Sí —afirmé serenamente.

— ¿Y por qué razón no le dijiste a alguien lo que ese niño te estaba haciendo? —Me cuestionó con curiosidad.

— ¿Qué podía hacer, papá? Existen cosas que no se pueden arreglar fácilmente, que nos exigen una acción justa y rápida —choqué mi puño derecho contra mi mano izquierda—, que nos permiten madurar antes de tiempo para enfrentar cualquier problema que se nos ponga enfrente y, de esta forma, valorar quienes somos, lo que somos y lo que hacemos. Ésa era una de las situaciones en donde pensar, es perder el tiempo y por eso tenemos que enfrentarnos a nuestros temores frente a frente, sin dar ni pedir cuartel. Papá, mamá, hay situaciones en la vida de todo estudiante en donde un niño tiene que hacer, lo que tiene que hacer —creo que algo así dije, ¡vaya si estaba inspirado! ¿Verdad?

Al oírme, pude notar el orgullo en los ojos de mis padres, quienes pudieron ver que su niño estaba creciendo y sin perder más tiempo, me dijeron lo que pensaban:

—Una semana sin televisión —dijo papá.

—Y sin vídeo juego —agregó mamá.

Al escuchar las sentencias, opté por tomar la decisión más sabia que pude pensar en ese momento: me senté en mi lugar, y me quedé callado.

En fin, algo bueno resultó de todo esto: en la escuela ya nadie me molestaba y podía disfrutar de mi refrigerio sin ningún problema; hasta les intenté convidar un poco al Juan y al Mike y no quisieron, sólo me miraron feo.

En cuanto a Jandy, ella me contó que no tuvo mayores problemas con sus padres, ya que les dijo que se había tropezado y caído, haciéndose el raspón que ya le estaba terminando de sanar.

¿Saben algo? La primaria no fue tan mala después de todo; me refiero a que las cosas están bien si puedes disfrutar tu lonche y tu jugo sin que te moleste nadie ¡Y además si cuentas con todos tus dientes para poder comer!

martes, 15 de diciembre de 2009

Próxima presentación


Hola. Estás cordialmente invitado a la presentación del más reciente libro de Ramón L. Morales, titulado: Siempre seremos amigos. La cita es este sábado 19 de diciembre a las 20hrs en Denker café -Donato Guerra · 226, entre Prisciliano Sánchez y Madero, centro.

Durante el evento se rifarán 3 libros entre los asistentes.

La cerveza Corona estará a 2 x 25.00

Esperamos contar con tu amable presencia.

Gracias por difundir esta invitación.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Siempre seremos amigos - capítulo 01-Una promesa


Bástian:

Siempre seremos amigos

Capítulo 1

Primaria: son seis años en los que conoces y te familiarizas con otros niños de tu edad, además de aprender a leer, escribir..., en fin, la gama elemental de conocimientos que se requieren para poder subsistir en esta sociedad. Para poder ingresar a estas instituciones se requiere, básicamente, que el alumno tenga seis años cumplidos además de pagar una inscripción y haber terminado el pre-escolar. Yo ya cumplía dichos requisitos.

Pues bien, recuerdo que el día que me inscribieron me dijeron que allí, en la escuela, iba a aprender muchas cosas y a conocer a muchos otros niños de mi edad, pero lo que nunca me explicaron, era que iba a estar prácticamente solo y tendría que aprender que la vida era como un campo de batalla; un lugar donde no se da ni se pide cuartel.

Y por fin se llegó el tan inesperado momento: el primer día de clases.

Mi mamá, mujer de mediana estatura, delgada, de ojos y cabello color café, me levantó más temprano de lo habitual; me instó a que me diera un baño y me vistiera para desayunar. Al terminar de comer, me paró frente a la puerta y se dispuso a pasar lista a mi atuendo cual general de la milicia.

—Zapatos boleados, pantalón, camisa, suéter... bien.

Decía entre-dientes mientras me recorría con la vista de pies a cabeza alisando mis ropas, tratando de deshacer cualquier pequeña arruga que pudiera quedar al descubierto. Por último, tomó un cepillo y peinó mi cabello lacio y castaño; me dio un lápiz y un cuaderno y emprendimos el camino hacia la escuela.

Durante todo el trayecto mi madre no paró de darme consejos y recomendaciones a los cuales, por mi natural distracción, no puse atención.

Llegamos a la escuela circundada por barrotes blancos, con dos edificios, uno frente al otro y de dos plantas cada uno, un patio central y una posterior lleno de árboles. Todos los salones presentaban en sus ventanas una guarda de herrería, después me enteraría que servían de protección en caso de sismo, y una sola puerta. Entramos y nos dirigimos al salón de primer grado. Ya en la puerta mi madre me detuvo, se agachó a mi altura, me abrazó y me dio un beso.

—Cuídate mucho, vendré por ti más tarde —me dijo con cierta tristeza en su voz.

Se incorporó y yo sólo me quedé viendo cómo se alejaba. Lentamente giré la cabeza hacia el interior del salón; observé a los que serian mis compañeros de clase, todos sentados y en silencio, con un dejo de expectación en sus rostros y, tan anonadado estaba, que no noté a la figura femenina que se acercó hasta mí lo suficiente para tocarme del hombro.

—Bienvenido —me dijo una mujer joven, no muy alta y algo delgada, de cabello corto, sonrisa amable y ojos de mirada tierna; era la maestra.

La profesora me invitó a tomar un asiento y no supe qué hacer, después se dirigió a su escritorio y me quedé nuevamente observando el interior del aula con mis ojos café oscuro abiertos a todo lo que daban y todo lo que atinaba a pensar era: Hice algo malo ¡y estoy en la cárcel!

Pero la verdad era que nadie me había preparado para esta experiencia -o bueno, quizás estaba un poco distraído cuando me dijeron-. A pesar de la sorpresa inicial no tardé mucho en adecuarme a esta nueva rutina y poco a poco comencé a disfrutar ciertas cosas de la escuela como los juegos, la amistad con mis compañeros, el recreo y, por supuesto, la hora de la salida.

Algo que recuerdo muy bien, ya que se quedó profundamente grabado en mi memoria, fue cuando un lunes que se tocó la chicharra anunciando la hora del recreo me sentí algo desanimado para jugar acompañado y, después de comer mi habitual refrigerio, decidí ir hacía el patio trasero, “el jardín de los arboles” como lo llamábamos los chicos y donde casi nunca había niños ya que, por lo general, a todos nos gustaba jugar y correr en el área del patio central, donde no teníamos obstáculos para divertirnos. En el sitio al que me dirigí estaría solo para poder sumergirme en mis fantasías sin que nadie me molestara, o al menos eso creí. Cuando apenas intentaba perderme en mi propio mundo un ruido extraño llamó mi atención. Con cautela me dirigí a la fuente de aquel sonido y descubrí a una niña apoyada en un árbol. Aquella pequeña de piel clara, cabello negro y lacio, ojos color café claro y de complexión delgada, estaba sollozando. Me sorprendí al verla, no sabía qué hacer; si preguntarle por qué lloraba o irme y dejarla sola; ante tales cuestionamientos decidí quedarme detrás de un árbol para ver qué hacía, pero después de un rato su tristeza me contagió un poco y en mi cabeza sólo atinaba a cuestionarme una y otra vez el porqué lloraba. Mientras, ella permanecía en silencio; de sus ojos parecían brotar gotas de luz que me desconcertaban. Una sensación extraña comenzó a anidarse en el centro de mi estómago, pero tan embelesado me encontraba que no le hice caso. Poco a poco sentí cómo esa sensación parecía llenarme, subir por mi cuerpo y depositarse en mi garganta… entonces comprendí qué era lo que pasaba, pero fue demasiado tarde, toda esa fuerza que se centraba en mí salió por mi boca en forma de un sonoro eructo. Traté de contener el sonido tapándome la boca pero ya era tarde, la niña me había descubierto.

— ¿Quién eres? —Preguntó sorprendida, tallándose los ojos. Por mi parte al no saber qué hacer moví la cabeza de un lado a otro— ¿Quién eres? —repitió ella.

—Sebastián —contesté destapándome la boca lentamente.

— ¿Qué quieres?

—Nada.

Gracias a mi respuesta tan profunda, ambos quedamos en silencio por unos segundos, pero mi curiosidad pudo más que mi sensatez.

— ¿Por qué lloras? ¿Alguien te pegó? ¿Te regañó la maestra?

—No.

Otra vez, silencio. Creí que lo mejor era dejarla en paz, pero al tratar de irme, ella me detuvo.

—No te vayas, no quiero estar sola.

— ¿Quieres que me quede contigo?

—Sí.

— ¿A qué quieres jugar? ¿Cómo te llamas?

—Alejandra, me dicen Jandy ¿Y tú?

—A mí me dicen Bástian pero me llamo Sebastián. Yo estoy en primer año, en el grupo A y tú ¿en qué año vas?

—En primero B. ¿Por qué me espiabas?

—No te espiaba, estaba jugando y te vi llorar y no supe porqué.

—Es que… no me gusta estar sola.

— ¿Extrañas a tu mamá?

—Un poco.

—Yo también la extrañaba al principio pero no te preocupes —dije rimbombantemente—, ya te acostumbrarás y poco a poco verás que no es tan malo estar aquí, además aprendes muchas cosas y conoces a muchos niños.

Ella asintió despacio, parecía confundida con mi discurso pero el aturdimiento sólo le duró un par de segundos y como si nos conociéramos de mucho tiempo, nos dispusimos a platicar de variados temas, incluso mis palabras lograron hacer que su sonrisa brotara un par de veces, hasta que uno de mis compañeros de clase apareció de entre los árboles y exaltado gritó:

— ¡Bástian, vente! ¡Te estamos esperando para jugar!

Acto seguido, mi compañero salió corriendo por donde vino. Al oír su invitación traté de seguirlo presuroso pero Jandy me detuvo sosteniéndome el brazo, me pidió que la acompañara un poco más adentro en aquel escueto bosque. Una vez llegando al lugar, se paró frente a mí y dijo muy seriamente:

—Dame tu mano —extendió su diestra esperando tomar la mía.

— ¿Para qué? —Contesté al tiempo que ocultaba ambas manos atrás de la espalda y fruncía la boca pensando que se trataba de una conspiración en mi contra.

—Quiero que hagamos un trato.

— ¿Para qué? —Pregunté sin quitar las manos de mi espalda.

—Tú dame tu mano y no preguntes.

—No, porque a lo mejor me quieres hacer algo, y si no me dices qué quieres hacer, me voy a ir.

—Ay, ¡qué latoso eres! —Dijo al tiempo que hacía una mueca de enfado—. Bueno, te voy a decir, ¡pero primero dame tu mano!

Me le quedé mirando fijamente, esperando encontrar algo que me dijera qué era lo que planeaba, pero todo fue inútil; nada reflejaban sus ojos cafés salvo mi cara con los ojos entrecerrados y la boca apretada.

A fin de cuentas me rendí; di un pequeño suspiró y le alargué mi mano derecha al tiempo que volteaba la mirada y la cabeza hacia otro lugar por encima de mi hombro. Ella tomó mi mano y me instó a que nos arrodilláramos uno frente al otro; después juntó nuestras palmas.

—Quiero que me prometas que siempre serás mi amigo pase lo que pase, que nunca te olvidarás de mí aunque estés muy lejos, y que me contarás todos tus secretos; y yo te prometo que siempre haré lo mismo contigo.

Yo me quedé observándola con una mirada fija y sincera, como sólo los niños saben hacerlo, y le pregunté en tono desenfadado:

— ¿Para qué?

Alejandra se quedó en silencio mientras su semblante se ensombreció. Repentinamente me soltó y prácticamente me gritó:

— ¡Por qué tienes que ser así, no tienes sentimientos, por qué no me puedes tener confianza!... ¡Vete! ¡No, yo me voy!

Se puso de pie de un salto y comenzó a marcharse. A unos cuantos metros se paró junto a un árbol y noté que, al parecer, comenzó a llorar. Yo me crucé de brazos y pensé, mientras la observaba fijamente: “Qué raras son las niñas; yo no sé ni qué le hice y ahora está chillando, y ahora tengo que ir a pedirle perdón como mi papá me dice que haga cuando hago algo que lo enoja.”

Apreté la boca. Estaba muy desconcertado. Me puse de pie y comencé a caminar hacia ella muy despacio, jugueteando con la hojarasca que los árboles habían dejado caer; era una mañana de otoño y ya comenzaba a apreciarse el viento característico de la época.

Una vez que estuve junto a ella, me di cuenta que realmente estaba llorando.

—“¡Chin! Ya la regué.” —pensé. Acto seguido, toqué su hombro suavemente.

—Perdón —le dije.

No obtuve respuesta. Estaba a punto de hablar de nuevo cuando ella empezó a relatarme su historia.

—Ayer se murió Barry, mi perro. Mi papá dice que ya estaba muy viejo y que así tenía que ser, que nada dura por siempre, que Barry ya había cumplido con nosotros. Yo no entiendo qué quiso decir ¿tú lo sabes?

—No —me encogí de hombros—. Pero se me hace que todos tienen que morir, bueno, eso dice mi abuelito.

—Yo no me quiero morir y tampoco que se muera nadie... Quiero que todo sea igual para siempre. ¿Tú crees que eso se pueda? —Me preguntó mientras se limpiaba las lágrimas con las manos.

— ¿Qué? —Pregunté extrañado.

—Que todo sea igual, que nada cambie.

—Se me hace que eso no se puede. Mira —me agaché para tomar un puñado de hojas que los árboles habían dejado caer y se lo mostré—. Mi papá me dijo una vez, que si estas hojas no se hacen viejas y se mueren cuando caen, entonces el árbol no puede hacer que le crezcan hojas nuevas. Creo que es lo mismo que nos pasa a todos.

Tomé su mano y deposité el puñado de hojas en ella. Alejandra me vio con algo de desconcierto.

—Pero yo no soy una hoja, ni un árbol —repuso intrigada.

—Pero igual te vas a hacer vieja y te van a salir arrugas y te vas a morir ¡Igual que yo! ¡Ay! ¿A poco no me entendiste? —Levanté mis brazos y los dejé caer a plomo.

Alejandra comenzó a bajar la mirada hacia la mano que tenía las hojas; volteó a verme y sin decir más, soltó el follaje, se dejó caer de rodillas, se tapó la cara con sus manos y comenzó a llorar de nuevo, sólo que esta vez lo hacía más fuerte, con más sentimiento.

—“Ay, ¡ahí va otra vez!” —Pensé mientras hacia un gesto mitad ignorancia, mitad enfado. Me arrodillé junto a ella.

— ¿Y ahora por qué chillas?

—Yo... yo sólo quería... que mi Barry viviera —me dijo sollozando sin apartar las manos de su cara— y ahora me dices que yo me voy a hacer vieja.

—Yo nomás te dije lo que me dijo mi papá y, según yo, te lo dije para que dejaras de estar triste y ahora estás chillando más fuerte que hace rato —aclaré.

—Tengo miedo de que ya nada sea igual —se limpió los ojos con los brazos y las manos mientras se iba tranquilizando su voz y su persona—. Quisiera que nada cambiara, que mis papás no se hagan viejos, ni yo, ¡y tampoco que tú te hagas viejo! —Me señaló con el índice.

—Pues, se me hace que eso está difícil —le comenté mientras me rascaba la cabeza y entrecerraba los ojos—. ¿Qué puedo hacer para que ya no llores?

Alejandra me miró fijamente, tomó mi mano e hizo que me hincara enfrente de ella, colocó mi palma junto a la suya, como hace un momento, y me volvió a pedir la misma promesa:

—Quiero que me prometas que siempre seremos amigos, y que pase lo que pase, siempre nos ayudaremos y apoyaremos y que jamás nos olvidaremos el uno del otro.

—No sé... —volví a dudar.

— ¡Sebastián! —Exclamó con franco enojo.

—Bueno, está bien,... lo prometo —así por las buenas ni quién diga nada.

—Dilo completo —ordenó ella.

—Prometo por siempre ser tu amigo.

—Y yo, prometo nunca dejar de ser tu amiga.